miércoles, 3 de febrero de 2016

Reflexiones sobre Ciencia y Filosofía

R&D USMP Report N° 3
Editado por la Oficina de Innovación y Desarrollo de la
Facultad de Derecho
Universidad de San Martín de Porres

REFLEXIONES SOBRE CIENCIA Y FILOSOFÍA

Por: Óscar Augusto García zárate
Profesor  de Teoría del Conocimiento en la Facultad de Derecho  de la Universidad de San Martín de Porres


RESUMEN

El artículo tiene por objeto poner de relieve, a partir de las diferencias que históricamente se han ido manifestando entre ciencia y filosofía, las características que definen la labor de cada uno de estos saberes. En relación con este proceso, se recalca la trascendencia que reviste el nacimiento de la ciencia experimental en el siglo XVII y el importante papel que la filosofía misma ha desempeñado en la marcha de dicho proceso. Asimismo, se abordan de manera concisa cuestiones relativas a la labor que cumple la filosofía de la ciencia en tanto disciplina orientada, por una parte, a la explicitación de los presupuestos metodológicos de la actividad que desarrolla la ciencia, y, por otra, al análisis conceptual de sus productos, las teorías científicas.

Ciencia y filosofía son dos saberes autónomos, pero entre los cuales existen relaciones que conforman un espectro problemático y diverso. Este espectro de relaciones manifiesta espacios de intersección, que dan lugar al surgimiento de motivos específicos de problematización que en el terreno filosófico hallan, en definitiva, su espacio natural si de lo que se trata es de someterlos a un proceso de examen crítico y reconstrucción conceptual.

Palabras clave: Aristóteles, Galileo, Newton, Kant, ciencia, filosofía, filosofía de la ciencia, metodología, teoría científica.

ABSTRACT

The paper aims to give an account of the relationship between philosophy and science, beginning from the historical differences between them. Regarding on this relationship, it is emphasized that the rise of experimental science in 17th Century as well as the principal role played by philosophy in this process. It is also discussed briefly the proper function of philosophy of science, as much as a discipline oriented to both issues concerning presuppositions in scientific method and problems related to a conceptual analysis of scientific theories.

Science and Philosophy are autonomous knowledge, but there are several relations between them such that they both display a problematic and diverse spectrum. This one shows some intersections that make a proper room where arise specific issues of problematization in philosophical arena, in which the last has its natural place, if it we want to make it the subject of critical examination and conceptual reconstruction.

Keywords: Aristotle, Galileo, Newton, Kant, science, philosophy, philosophy of
                    science, methodology, scientific theory.



Introducción

Difícilmente se podría negar que el deseo de conocer, además de pertenecer a la naturaleza humana  –tal y como lo enunciara Aristóteles en aquel célebre pasaje inicial de la Metafísica[1]–, se encuentra a la base tanto de la filosofía cuanto de la ciencia. Si, dejando de lado el carácter evidentemente anacrónico de la siguiente suposición, nos situáramos mentalmente en tiempos del Estagirita, advertiríamos que este aserto no tendría ningún sentido, toda vez que en la Grecia clásica, hablar de ciencia y filosofía como dos tipos de saber distintos no hubiera tenido sentido alguno. Esta distinción        –moneda corriente entre nosotros– es de reciente data: su gestación se remonta «apenas» al siglo XVII de nuestra era. Pues, en efecto, hasta antes de ese momento        –tiempo aproximado en que la ciencia experimental iniciara su despegue de la mano de Galileo–, el legado griego en lo que se refiere a la concepción de la filosofía como la ciencia por antonomasia, y, con esto, como veníamos señalando, la ausencia de una neta distinción entre ciencia y filosofía constituía el marco natural dentro del cual se desenvolvía la actividad intelectual de los pensadores de aquella época.

Es otra la situación ahora. Ciencia y filosofía son dos saberes autónomos, pero entre los cuales, ciertamente, existen relaciones que, sin embargo, conforman un espectro problemático y diverso, que, por ello mismo, se resiste a ser determinado de una manera simple y ligera. Este espectro de relaciones manifiesta espacios de intersección, que dan lugar al surgimiento de motivos específicos de problematización que en el terreno filosófico hallan, en definitiva, su espacio natural si de lo que se trata es de someterlos a un proceso de examen crítico y reconstrucción conceptual. Como debe quedar claro, un proceder de este tipo, parte del supuesto de que ambos quehaceres desempeñan sus respectivas labores desde un punto de vista distinto, lo que no significa otra cosa sino reconocer la imposibilidad de que la filosofía pueda tratar, con las mismas pretensiones que, por ejemplo, la física, problemas que sólo en el ámbito de esta ciencia y merced a sus propios recursos metodológicos es admisible considerar como susceptibles de ser abordables.

A partir de esto, resulta claro, pues, que llevar a término una aproximación a esta espinosa cuestión no resulta despojada de interés, pues en la medida que se sepa algo acerca de la  relación establecida entre ciencia y filosofía una vez que estos saberes tomaron rumbos distintos, se sabrá también que, sin embargo, y como ya quedó señalado, dicha separación no supone que no haya puntos de contacto.

Ciencia y filosofía en la grecia clásica

Sólo dos siglos aproximadamente bastaron para que Grecia alumbrara las sorprendentes creaciones culturales que, luego, delinearían en gran medida el curso que tomaría el desarrollo de la cultura occidental. Muchos fueron los ámbitos en que los griegos legaron al mundo aportes de considerable trascendencia.  En los dominios del arte,  de la matemática, de la astronomía y de la política los logros alcanzados por los griegos significaron vislumbres geniales que sentarían las bases de lo que después sería Occidente. Pero hay algo más, que constituye la más alta expresión de la genialidad griega en medio de un contexto histórico-cultural que por su carácter excepcional suele ser llamado el «milagro» griego[2]. En efecto, las colonias griegas del Asia Menor fueron el lugar donde, hace aproximadamente veintiséis siglos, se inició un fenómeno cultural típicamente helénico: la filosofía. 

Apenas hace falta decir el cambio que supuso el florecimiento de esta nueva modalidad de pensamiento. Se trataba del nacimiento, en efecto, de un novedoso afán por explicar la realidad, que intentaba alejarse de las maneras en que lo hacía la religión oficial  a través de su atractiva y cautivante parafernalia mitológica[3]. Se trataba por ello de ir más allá  y tratar de dar cuenta de aquello que constituía el principio de todas las cosas, es decir, de explicar, procurando tomar como instrumento principal la razón, el mundo y los fenómenos que lo conforman.

Desde Tales de Mileto y la escuela jónica, hasta Empedócles, Anaxágoras y los atomistas, pasando por Pitágoras y sus seguidores, Heráclito y los eleatas  –y dejando de lado, un poco, las características propias de cada una de estas corrientes de pensamiento– el interés estuvo firmemente dirigido a despejar la incógnita que representaba la existencia del mundo externo. Lo que buscaban estos primeros filósofos era lo que en su idioma denominaron arjé, es decir, el principio. Se buscaba, así, el elemento primordial, el origen de las cosas, el fundamento a partir del cual fuera posible explicar la mutabilidad, el cambio, que el mundo del cual daban cuenta los sentidos exhibía como una de sus características más notables, y, por cierto, problemáticas. Dicho principio debería ser, pues, invariable y permanente.

Aristóteles fue, además de un indiscutible genio filosófico, el primer historiador de la filosofía. Él fue quien dio a conocer el planteamiento de cada uno de los filósofos que lo antecedieron. En el libro alfa de  su Metafísica, el Estagirita se dedica a examinar las respuestas que aquellos primeros pensadores formularon frente al problema relativo al origen de la realidad. Para él, este problema planteaba como propósito indagar acerca de las primeras causas y los primeros principios. Es así como desde el inicio de la Metafísica Aristóteles se propondrá determinar cuáles son dichas causas y principios, además de indagar acerca del tipo de sabiduría que deberá ocuparse de su estudio. Luego de avanzar en las disquisiciones acerca de esta cuestión, llegará a la conclusión de que es a la filosofía primera o ciencia primera a la que le concierne un estudio tal.

Según la concepción aristotélica hablar de sabiduría, filosofía primera o ciencia primera viene a ser una y la misma cosa. Bajo su mirada, la ciencia es aquel saber que indaga acerca de las causas. E indagar acerca de las causas no significa otra cosa que entrar en posesión del porqué de aquello que se constituye como objeto de investigación. Según esto, la física y la matemática también son consideradas ciencias, pero subordinadas al saber supremo, es decir, a la filosofía primera.[4] Pues ocurre que ésta al ocuparse del ente en tanto ente, y, por ello, de las primeras causas  y primeros principios se sitúa en la cúspide jerárquica del saber.

Ya en Platón  –cuya doctrina, tal como lo hizo con aquéllas de los presocráticos, su dilecto discípulo somete a un demoledor examen en la misma Metafísica– esta concepción de la filosofía como ciencia también había tenido lugar. Éste no es el lugar para detenernos en un análisis más fino de los rasgos que distinguen la doctrina platónica. Bastará decir, por ello, que Platón considera que la dialéctica es el método filosófico por excelencia, y por tanto, constituye una ciencia. La dialéctica, en la formulación platónica, es el medio empleado por el filósofo para aprehender las formas substanciales arquetípicas  –a las que Platón denominó ideas–, y, sobre todo, la idea del Bien.[5] Esta aprehensión viene a constituir el grado máximo de conocimiento, denominado por Platón noesis, es decir, una suerte de intuición intelectual de aquello que es en sí, y, por tanto, no de lo que deviene. Precisamente, la filosofía es una ciencia, y la ciencia suprema. Y lo es porque es un ascender hacia el conocimiento del ser mismo, dejando de lado las apariencias.

Lo común a estos primeros pensadores es una actitud de menosprecio por la experiencia como fuente de verdadero saber. Por supuesto, éste no es un reproche. Es natural que haya sido así, pues se trata de una época en que la reflexión, con toda la genialidad que es dable atribuir a sus primeros forjadores, se encontraba en un estado embrionario. Sería un anacronismo pensar que constituyó una falta metodológica el que no hayan sabido distinguir entre ciencia y filosofía, y, con esto, no haber podido reparar tanto en la importancia del experimento al momento de arribar a generalizaciones acerca del comportamiento de la naturaleza, cuanto en la imposibilidad de alcanzar un conocimiento cabal, esencial e incontrovertible de la realidad a través de la filosofía. Con esto, dicho sea de paso, de ningún modo queremos insinuar que, por el contrario, sea posible alcanzar un conocimiento absoluto por medio de la ciencia; simplemente deseamos hacer hincapié en aquella concepción primigenia de que parten los griegos. Pues al desechar la experiencia como fuente de verdadero conocimiento, los pensadores griegos ponían en marcha una de sus más profundas convicciones: si bien la experiencia, en efecto, provee información acerca de cómo son las cosas, de ningún modo, ofrece la razón de que ello sea así, es decir, no acerca al hombre al porqué, a las causas últimas a partir de las cuales sea posible explicar de manera definitiva su constitución esencial. Y ellos, como sabemos, estaban interesados en constituir un saber que alcanzara a desentrañar, con la sola razón el meollo último de la realidad,  y, con ello, llegar hasta las causas y principios últimos de la realidad. La filosofía, concebida como la ciencia suprema, nace, precisamente, como fruto más acabado de esa aspiración.

La doctrina aristotélica viene a ser el culmen de esta concepción clásica de la filosofía. Y fue tal la solidez que poseía, que la autoridad de Aristóteles imperó aproximadamente durante dos mil años. No fue sino hasta la Baja Edad Media  –durante esa época de declinación del pensamiento escolástico–, en que empieza a manifestarse ya un cierto interés por el método experimental, y, concomitantemente, por las investigaciones relativas a la naturaleza, robustecidas con el impulso que pensadores como Telesio, Giordano Bruno y Campanella le dieron a aquella tendencia, y más aún con el despliegue metodológico y programático que significó la obra de alguien como Francis Bacon, al manifestar un dramático interés por el cambio de método que debería operarse, a nivel investigativo, en el ámbito de los estudios de los fenómenos naturales[6]. Esta situación preparó las condiciones para el cambio de mentalidad que se avecinaba.

El principio del fin se anunciaría con un astrónomo polaco que produciría un cataclismo en los campos de la astronomía. Nicolás Copérnico, en el siglo XVI, pondría en cuestión el sistema ptolomeico  –que tomaba como referencia directa el «plano» de los cielos confeccionado por Aristóteles– y prepararía el terreno para que el giro radical que inauguraría el nacimiento de la ciencia moderna, y que tuvo en Galileo a uno de sus más notables gestores, se produjera[7]. Es en este punto en que la ciencia, asumida como un saber distinto de aquel proclamado por la filosofía desde su creación en el mundo griego clásico, inicia su recorrido, asumiendo ya la forma de lo que ahora denominamos ciencia experimental[8].

Galileo y el amanecer de la ciencia moderna

El recurso a la experimentación como instrumento apropiado para poner a prueba eventuales conjeturas sobre ciertos hechos fue algo que los filósofos griegos pasaron por alto. Pero tal circunstancia es explicable en la medida en que, aunque lo que se proponían era esclarecer los enigmas que planteaba una realidad en permanente cambio, el verdadero propósito que perseguían era encontrar la naturaleza del fundamento de todo aquello, pero empleando exclusivamente la potencia racional. La explicación que se proponían ofrecer había de ser elaborada sólo a partir de los heroicos esfuerzos de la razón.

Aunque las respuestas variaron de Tales a Aristóteles, pasando por las que proporcionaron  Sócrates y Platón  –excepción hecha de los sofistas; sus planteamientos supusieron un remezón del statu quo–, podría afirmarse que, en todos ellos, tres aspectos destacan, en mayor o menor medida, en esa señalada búsqueda del fundamento de lo real. Primero, se advierte el empeño de pensar en qué consiste la naturaleza profunda de los entes, o, en otros términos, el afán de aprehender su esencia. Segundo, está presente el esfuerzo racional en orden a determinar las causas últimas que presiden el despliegue de la realidad como un todo. Por último, se constata la presencia de una fuerte tendencia a alcanzar los principios que proveen de un marco permanente a los fenómenos del mundo, de modo que éstos puedan ser situados en una estructura armónica, y, por eso mismo, racional. Y son, precisamente, estos tres aspectos los que pueden ser encontrados en la metafísica aristotélica. Ésta  –concebida, en realidad, como filosofía primera– contempla como objetivos conocer las primeras causas y los primeros principios que rigen la dinámica de lo existente, lo que supone la determinación de la constitución última del ente en tanto ente y la investigación de sus cuatro tipos de causas, además de la puesta en marcha de una indagación acerca de la substancia divina, a la que se le atribuye la condición de primer motor  –o motor inmóvil–, es decir, se la concibe como el principio de todo lo existente.

Este esquema, que como se advierte, toma cuerpo de forma más acabada en la doctrina metafísica aristotélica, es el que, a la postre, determinará el arraigo de la concepción de la filosofía como ciencia suprema, bajo la suposición que ésta era la ciencia que, a través de la razón, posibilitaría un conocimiento como el que se proponía fundar Aristóteles. Pues, en efecto, éste fue el rumbo transitado por la investigación científico-filosófica nada menos que alrededor de dos mil años.

El siglo XVII marca el inicio de un cambio de importancia crucial en el destino de Occidente, y aun de la civilización mundial. En este momento de la historia se asiste al nacimiento de un nuevo modo de acometer la investigación de la naturaleza. Le correspondió a Galileo ser el encargado de iniciar el recorrido de este nuevo trecho que el pensamiento humano  se disponía a emprender[9]. El  aporte de Galileo que coadyuvaría a la realización de este substancial cambio de enfoque se sustentaba en dos asunciones de meridiana importancia. Por una parte, se encontraba presente el convencimiento de que era necesario abandonar cualquier tipo de investigación que pretendiera aprehender la esencia de los fenómenos. Por otra, se partía del reconocimiento de que la investigación de la naturaleza, una vez que se ha renunciado al iluso intento de captar las esencias, no podía dejar de ser un saber limitado, lo que indicaba que éste de ningún modo podría llegar en algún momento a constituirse en un conocimiento absoluto, infalible y definitivo[10].

Al lado de estos presupuestos, asimismo, se colocaban dos componentes metodológicos que fueron incorporados merced a este cambio de perspectiva. Uno de ellos consistió en la adopción de la inducción experimental.[11] Este procedimiento estaba  encaminado a recoger el testimonio de la experiencia y sobre esta base acudir al auxilio de la experimentación, recreando los hechos que se consideraran relevantes, para sólo después de esto arribar al establecimiento de una generalización acerca del comportamiento de los fenómenos estudiados. Es fácil advertir el agudo contraste que había entre esta novedosa metodología y el procedimiento que, hasta antes de ese momento, se seguía según el modelo griego, y que consistía en deducir presuntas verdades acerca de la naturaleza a partir de ciertas premisas, asumidas sin mayor consideración de la experiencia. De modo contrario a la actitud griega, el empleo de la inducción experimental como método de la nueva ciencia que se estaba gestando, supuso la comprensión de que sólo resulta legítimo el establecimiento de una generalización una vez que se ha recurrido al ineludible expediente de efectuar la observación de los casos particulares, y luego de haber recibido el sólido apoyo, una y otra vez, de sucesivas comprobaciones experimentales.

 El otro componente que el nuevo espíritu que Galileo encarnaba puso en marcha fue el empleo de las matemáticas en la elaboración de los datos proporcionados por la experiencia. Se trataba de la irrupción de una nueva visión de la realidad; ésta pasaba a ser considerada y ponderada desde una perspectiva cuantitativa. Se daba expresión, así, a un enfoque diametralmente distinto de aquel otro de naturaleza cualitativa, propio del esquema investigativo elaborado por Aristóteles. Mientras que el discípulo de Platón había articulado su investigación a partir de cualidades y esencias; de lugares y movimientos naturales; de conceptos como los de acto y potencia; de principios y motores inmóviles; en fin, de causas finales y eficientes, tanto como materiales y formales, Galileo operó una vuelta de tuerca al asunto introduciendo un conjunto de conceptos no sólo novedosos, sino, sobre todo, sumamente útiles en la medida en que expresaban relaciones cuantitativas, es decir, medidas que se vinculaban entre sí a través de fórmulas matemáticas.

No debe pensarse, sin embargo, que el nacimiento de esta nueva mentalidad en lo que respecta a la investigación de la naturaleza hubo de cancelar de una vez y para siempre la pretensión de alcanzar un conocimiento certero y pleno de la realidad, empleando como medio la filosofía. Precisamente, un contemporáneo de Galileo, René Descartes, expresa la tendencia a postular a la filosofía como un saber paradigmático: aquel tipo privilegiado de saber que permitiría al hombre llegar a conocer certezas, esto es, verdades indubitables aprehendidas a través de una intuición de tipo intelectual, que vendrían a constituir los cimientos sobre los cuales todo el conocimiento humano debía erigirse.

Descartes estimaba que la realidad se componía de dos tipos de substancia. Denominó res extensa al ámbito de los entes naturales y res cogitans al total de las substancias espirituales. Redujo la materia, según esto, a extensión y movimiento, y pensó que todas las propiedades de los entes naturales deberían deducirse a partir de aquellas propiedades primarias. Descartes proyectaba constituir un saber universal bajo la forma de la geometría. En virtud de esta presunción, todas las propiedades de la naturaleza serían susceptibles de ser explicadas según el modelo deductivo, toda vez que, según creía, resultaban ser analizables bajo la forma de simples transformaciones, en última instancia, de extensión y movimiento[12].

Galileo y Descartes representan de modo ejemplar esta incipiente separación histórica entre ciencia y filosofía. Galileo es la figura emblemática de la ciencia experimental. Es el personaje que representa el espíritu moderno que anima el brote de la nueva ciencia. En él, como ya lo dijéramos, se manifiesta el imperativo de buscar, no  esencias, sino regularidades presentes en la naturaleza. Y, asimismo,  en él cristaliza la convicción de que estas regularidades son susceptibles de ser expresadas cuantitativamente. Descartes, por su parte, es considerado como el pensador que promueve el giro gnoseológico en filosofía, y, con esto, marca el inicio de la modernidad en el contexto de la reflexión filosófica. Por ello, cabe considerar esta separación como un fenómeno típicamente moderno. Mientras que la ciencia dirige su mirada a la naturaleza de modo abierto y decidido, la filosofía se replegará y tratará de encontrar el fundamento de lo real en el hombre mismo. Éste es el sentido, cuando menos, que la reflexión cartesiana entraña.

La filosofía como saber no científico y la ciencia como saber no filosófico

La consolidación del método experimental se produce con quien, usualmente, es considerado el padre de la física moderna, Isaac Newton. Si bien es cierto, –tal como lo hemos hecho notar–  Galileo inaugura lo que cabría denominar la «vía» experimental en el conocimiento de los fenómenos de la naturaleza, es Newton el científico que                –contando ya con un medio favorable para desenvolver sus pesquisas, a diferencia de Galileo–, inicia lo que vendría a ser una primera gran síntesis, al reunir bajo los alcances de una misma ley las otras leyes descubiertas por Galileo Galilei y Johannes Kepler. El conjunto de las investigaciones llevadas a término por Newton conforma el sistema de conocimientos que hoy se denomina física clásica, y lo que en aquellos tiempos recibía el nombre de filosofía natural. De hecho, la obra que Newton publica para dar a conocer el conocimiento alcanzado a través de sus investigaciones, y que culminarían en la formulación de la teoría de la gravitación universal, lleva por título Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, cuya traducción es Principios matemáticos de la filosofía natural.

Es de notar, por lo antes señalado, que Newton conserva el uso del término “filosofía” como sinónimo de ciencia. Esto podría conducir, en un primer momento, a la sospecha de que aquella separación de cometidos que siguió al cambio de perspectiva operado en virtud del «giro galileano», no fue tal, o que, al menos, no trajo consigo reales cambios substanciales en lo que respecta a la concepción de la filosofía. Pero la razón del uso que hace Newton, más bien, da cuenta de la conciencia del contraste que en esos tiempos se percibía en relación con la labor de la ciencia y de la filosofía.

La percepción de dicho contraste, en el caso de Newton, viene dado por la circunstancia de que el científico inglés enfatiza que la suya es una filosofía experimental, esto es, se trata de un saber investigativo, pero dirigido de manera directa al estudio de los fenómenos a través de la comprobación empírica. A más de esto, deja bien establecida su convicción de que las matemáticas son las ciencias que más se acercan al ideal perseguido por la filosofía[13]. Es célebre, por lo demás, el aserto aquel en que Newton afirma de manera rotunda que él no «inventa hipótesis» (hypotheses non fingo, escribió en un pasaje de los Principia).[14] Con esta negativa a recurrir a hipótesis, expresaba su resistencia a aceptar cualquier tipo de explicación que no estuviera adecuadamente respaldada por la prueba experimental. De esta manera, pues, queda precisado el punto exacto en que Newton hace constar  la distancia que él asume respecto de la investigación típicamente filosófica, es decir, de raigambre metafísica. Asimismo, a través de esta actitud se observa que ya se perfila lo que luego, de manera más tajante, asumirá en Kant la forma de la dicotomía entre metafísica dogmática y física o ciencia natural.

Y es, en efecto, con Kant con quien se manifiesta de manera más clara esta distinción moderna entre ciencia y filosofía. Aun cuando insista en el empeño de elaborar una ciencia de los principios puros a priori, a la que concibe como una filosofía trascendental,[15] lo cierto  es que en la Crítica de la razón pura ya se encuentran delimitados con bastante precisión los linderos que corresponden a la ciencia natural,  que están dados por aquellos en que tienen lugar los fenómenos, a los cuales se accede exclusivamente a través de la experiencia, y el campo de acción en que se despliega la reflexión filosófica, concebida por Kant no como la depositaria de conocimientos positivos provenientes de la experiencia, sino como el receptáculo de los principios puros  a priori, que son independientes de la experiencia, pero que la posibilitan, y a los que la misma razón ha llegado a través de la crítica depuradora a que ella misma se ha sometido, y que, por lo demás, es la obra que Kant se precia de haber llevado adelante.

Más allá de haber estimado viable la construcción de una filosofía «científica», en tanto saber conformado por los fundamentos posibilitadores de todo el conocimiento humano, lo relevante en Kant es la separación que efectúa, desde una posición filosófica, entre ciencia  –específicamente, física–  y filosofía  –específicamente, metafísica dogmática. Según el filósofo alemán, no constituye papel de la filosofía dirigir sus esfuerzos a la captación de conocimientos esenciales y absolutos sobre la realidad, pues un proceder tal  ha de desembocar  –como, efectivamente, Kant lo había constatado–  en la creación de una superfetación de contornos fantasmagóricos: la metafísica dogmática. Por el contrario, él se encontraba persuadido de que la ciencia     –la ciencia físico-matemático de Newton– era el modelo de conocimiento por lo que hace a la investigación de la naturaleza.

Aunque, ciertamente, ni por asomo Kant se propone colocar a la filosofía en el lugar de un saber subsidiario o presentarla como una disciplina menor en relación con la ciencia física, no hay duda de que su penetrante agudeza intelectual le permitió entrever que era inevitable aceptar que ambos saberes poseían, digamos, un estatuto epistemológico disímil. Con este reconocimiento, la concepción de la filosofía como un saber no científico, asumiendo el término científico en el sentido en que se lo predica, pongamos por caso, de tipos de conocimiento como la física, la química o la biología,  marchaba ya a paso seguro.

Sin embargo, el resurgimiento del mecanicismo, en el siglo XIX, supuso la instauración de la idea acerca de que la ciencia podía aspirar a convertirse en una concepción absoluta e incontrovertible de la realidad. Con una actitud de este tipo, la renuncia a buscar un conocimiento esencial de la naturaleza y el reconocimiento de que el acceso investigativo a ésta mostraba límites siempre, poco a poco se iban convirtiendo en dos presupuestos arrumbados a modo de trastos viejos. Los sorprendentes avances conseguidos en el campo de la mecánica, que era la parte de la física que había logrado un notable desarrollo hasta esa época, fue una de las principales razones que desataron el entusiasmo que se encontraba a la base de la pretensión de conseguir un conocimiento científico de la realidad que poseyera características análogas a aquellas otras que definían, desde sus inicios, a la filosofía, y en virtud de las cuales ésta se proclamaba depositaria de un conocimiento  esencial de la realidad. Una aspiración de ese tipo sólo pudo ser abandonada tras el efecto de los desconcertantes descubrimientos que a finales del siglo XIX e inicios del XX se produjeron. No es éste el lugar para explayarse sobre este punto. Será suficiente señalar que las investigaciones realizadas en el ámbito de la mecánica cuántica, por ejemplo, significaron un duro golpe a la confianza que el mecanicismo había alimentado en lo que respecta a la viabilidad de un conocimiento absoluto y esencial de la realidad.[16] Salir de este trance significaría, finalmente, arribar a la conclusión de que la ciencia, por ser un conocimiento restringido sólo a determinadas áreas, no podía aspirar a alcanzar un conocimiento cabal e incontrovertible de la realidad como un todo. Presunción ésta que conduce directamente a concebir a la ciencia, justamente, como un saber no filosófico.

Filosofía, ciencia y filosofía de la ciencia

De hecho, la revolución científica proporcionó abundante material y motivos de problematización para que algunos pensadores  –científicos o no– convirtieran en objeto de su reflexión la novísima ciencia experimental y los asuntos vinculados a ésta: su naturaleza, sus fines y posibilidades, sus limitaciones y su método. Uno de los primeros pasos en esa dirección, como  es sabido, fue dado por Francis Bacon en Inglaterra. La irrupción de la nueva mentalidad en que se apoyaba la ciencia experimental, que contaba a su favor con el abrumador testimonio  que de su éxito daban los sorprendentes avances que ésta conseguía,  y que acarreó el consecuente derrumbe de la concepción clásica que no distinguía entre ciencia y filosofía, fue, muy probablemente, el factor que favoreció el repliegue subjetivo que efectuara la filosofía, a fin de examinar la capacidad racional del ser humano en relación con la aprehensión del conocimiento. No es un azar, por ello, que la modernidad se haya iniciado en el campo de la filosofía con un giro de carácter gnoseológico. En Francia, Descartes, –pensador al que se considera el emblema del giro gnoseológico operado en filosofía–  manifiesta pronto como  propósito fundar un saber de tipo filosófico que tuviera como modelo a la geometría. Pensaba que a partir del establecimiento de ciertas verdades evidentes, extraídas del propio sujeto cognoscente, se podría deducir casi de manera automática todo el conocimiento humano.

La preocupación gnoseológica también se hace patente en el caso de las investigaciones llevadas  a cabo por los filósofos empiristas anglosajones. John Locke, David Hume y George Berkeley, en efecto, se encontraban interesados en llegar a determinar con precisión la naturaleza del conocimiento humano; y esto, aun cuando no remitieran a la razón el origen de tal conocimiento, sino a la experiencia. En el caso de Hume, su propuesta contempla la prosecución de un objetivo muy claro, a saber, el establecimiento de una filosofía moral, o sea, una ciencia que determine las peculiaridades esenciales de la naturaleza humana. Al referirse a este propósito, Hume expresa su convencimiento de que ha llegado la hora de intentar obtener en este terreno el mismo grado de certeza obtenido por la denominada filosofía natural, vale decir, la ciencia físico-matemática, en el estudio de los fenómenos naturales.[17]

 Kant, por su parte, y como ya hemos visto, en virtud de su «giro copernicano» creyó posible dar culminación a la tarea emprendida antes que él, y sometiendo a la razón a una pesquisa crítica de naturaleza trascendental, procedió a aislar los presuntos elementos que conformarían la estructura cognoscitiva humana, los cuales en su condición de elementos a priori constituían las condiciones de posibilidad del conocimiento. Pretendía haber superado de este modo el entrampamiento a que se había llegado como producto directo de las aporías provocadas por la disputa entre el empirismo escéptico y el racionalismo metafísico dogmático.

Es Kant, asimismo, quien a través de su obra da un notable impulso a la reflexión metateórica en torno a la ciencia. Ya veremos un poco más adelante a qué nos referimos cuando empleamos esta expresión. Por el momento sólo diremos que su doctrina es uno de las muestras más acabadas que pueden ejemplificar, en esta etapa que podríamos denominar preparatoria para el advenimiento de la filosofía de la ciencia, lo que es un modelo interpretativo de la ciencia.

Luego del desvarío romántico que se proponía  edificar un sistema metafísico omniabarcador, concebido como un sistema de conocimiento en el que la ciencia era un simple eslabón más del desarrollo de la Idea  –al menos vista así la cosa en la particular formulación de Hegel–, se asiste a un retorno a la reflexión filosófica sobre la ciencia. De esta manera, Auguste Comte, padre del positivismo, se aboca, entre otras cosas a delinear un esquema jerárquico de todas las disciplinas científicas de su tiempo, deteniéndose en una exposición de naturaleza sincrónica y, a la vez, diacrónica[18]. Un poco más tarde, a finales del siglo XIX e inicios del XX, se produce la célebre «vuelta» a Kant. Los llamados neokantianos intentarán, apelando a los presupuestos trascendentales del filósofo de Königsberg elaborar interpretaciones de las estructuras científicas, manifestando, así, el interés por las reconstrucciones conceptuales, que, de esta forma, otorgaba primacía a la dimensión interpretativa de la reflexión filosófica sobre la ciencia. Más adelante especificaremos el sentido que posee esta dimensión interpretativa de la filosofía de la ciencia.

Éste es el trasfondo temático sobre el cual se constituye la filosofía de la ciencia como disciplina autónoma dentro de la actividad filosófica misma y tal y como la conocemos actualmente. Pero hay, además, otro elemento que posee importancia fundamental en la conformación de este panorama. Nos estamos refiriendo al perfeccionamiento de los procedimientos de análisis en el ámbito de la lógica, merced a la introducción de elementos procedentes de las matemáticas. Así, la creación de la lógica simbólica, y básicamente, del vuelco que significaron los aportes dados por Gottlob Frege, Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, entre otros notables pensadores, a partir del último tercio del siglo XIX, determinaron el surgimiento de las condiciones necesarias para que la filosofía de la ciencia se consolide.

Sin duda, un referente obligado en lo que respecta a este proceso de maduración se encuentra en las investigaciones desarrolladas por el legendario Círculo de Viena. Dejando de lado los excesos cientificistas en que incurrieron los neopositivistas, la idea acerca de que la filosofía ha de ser desenvuelta tan solo como una actividad, incorporando para ello el instrumental teórico proporcionado por la lógica simbólica, haciendo a un lado con esto el empeño secular de constituir una supuesta doctrina, es una idea que aún hoy posee cierto atractivo para algunos. Por mucho que el grueso de los conceptos y temas  que esta sociedad de trabajo lanzó al ruedo del debate filosófico hayan perdido ya vigencia, el caso es que el Círculo cumplió un papel de primer orden en el desarrollo de esta disciplina al poner sobre el tapete temas y conceptos de medular importancia para el desarrollo ulterior de la epistemología, tales como el principio de verificación, el solipsismo metodológico, el lenguaje fisicalista, los enunciados protocolarios, el fenomenalismo, el sintactismo, y demás[19].

Habiéndonos ocupado concisamente de los principales hitos que jalonan el proceso histórico que siguió nuestra disciplina desde sus primeros atisbos hasta su consolidación  como un quehacer teórico con un adecuado nivel de abstracción y de articulación sistemática, toca ahora pasar a considerar algunos aspectos relacionados con la labor que le concierne desarrollar como disciplina de segundo orden.

Diremos, para comenzar, que la tarea de la filosofía de la ciencia es someter a análisis y evaluación los supuestos metodológicos, conceptos y principios que la actividad científica pone en marcha al momento de realizar su labor. En la medida en que su objeto de estudio es otro saber –la ciencia–, la filosofía de la ciencia es, como dijimos en algún momento, una reflexión metateórica, es decir, un saber de segundo orden. Por esto es por lo que, del mismo modo, se  suele decir que  esta disciplina es una teorización sobre teorizaciones.[20]

En el desarrollo de esta labor, son tres las dimensiones que es posible señalar: una dimensión normativa, una descriptiva, y otra interpretativa.[21]

La filosofía de la ciencia en su papel de disciplina con una dimensión descriptiva explicita las reglas que el científico sigue en el curso de la actividad científica. Pero, al mismo tiempo, al exhibir el procedimiento en cuestión, en buena cuenta, lo que hace es establecer cuál es el modo más adecuado y funcional de seguir dichas normas, pues es ése, y no otro, el que, de hecho, sigue el científico. De ahí que sea admisible hablar de la presencia también, y de manera paralela, de una dimensión prescriptiva.

Además de esta dimensión,  que por lo dicho ahora cabría llamar  descriptivo-normativa, hay otra de carácter interpretativo. Esta dimensión se expresa en el análisis y reconstrucción de las teorías científicas que la filosofía de la ciencia emprende. Mientras que desplegando su dimensión descriptivo-normativa, la filosofía de la ciencia se aboca a la explicitación metateórica de las prácticas metodológicas  –léase contrastación, medición, experimentación, etc–, su objeto de problematización en tanto poseedora de una dimensión interpretativa lo constituyen las entidades que la ciencia emplea para llevar adelante su labor, esto es, los constructos científicos, tales como conceptos, leyes y teorías.

En su faceta interpretativa, y como venimos diciendo, la filosofía de la ciencia construye modelos interpretativos correspondientes a los constructos científicos, los cuales vienen a adoptar la forma de marcos teóricos constituidos sobre la base de conceptos específicos que poseen un alto nivel de abstracción, y que se proponen hacer inteligibles  –propósito facilitado, precisamente, por esta reconstrucción conceptual–  algunos sectores clave de la armazón teórica de la ciencia.

Como se sospechará, hay diversos modelos de interpretación, según se trate de esta o de aquella corriente o escuela, o de este o aquel sistema filosófico. Su aceptación no se produce como producto de establecer o explicitar normas metodológicas determinadas, o luego de reflejar y hacer evidente algún supuesto «hecho puro» en torno a constructos científicos. La aceptabilidad de un modelo de interpretación o metateoría depende de lo que podría denominarse su relevancia explicativa, es decir, del grado de plausibilidad y coherencia en virtud de las cuales facilita la comprensión de aspectos esenciales de una estructura teórica científica.

Así, pues, la dimensión interpretativa de una actividad teórica de segundo orden, como lo es la filosofía de la ciencia, supone la construcción de teorías acerca de las teorías y demás constructos de la ciencia. Y, téngase esto presente, teorizar es conceptualizar o reconstruir; vale decir, interpretar cierto material de estudio en el contexto de un determinado marco conceptual o teoría. Teorizar, pues, no es ni explicitar normas ni registrar hechos, procedimientos ambos pertenecientes al plano descriptivo-normativo de la ciencia. 


CONCLUSIONES

1. El proceso histórico que llevó a entrever las diferencias entre ciencia y filosofía pone de relieve la peculiaridad de sus respectivas perspectivas, modelada cada una de ellas por los objetivos propios que guían la labor de cada uno de estos ámbitos del saber.

2. Esta separación histórica de ningún modo supuso un alejamiento radical y excluyente, sino una provechosa demarcación de esferas que, aunque difícil aún de precisar con total exactitud, nos permite acercarnos a la comprensión de que, en el caso de la ciencia, no es necesario aspirar a la conformación de un saber absoluto e incontrovertible para perseverar en el intento de comprender la realidad.

3. Y en el caso de la filosofía, nos es dado advertir que es factible convertirla en una disciplina que, más allá de inquirir acerca del fundamento último de la realidad, se aboque a desarrollar una reflexión que, como ocurre con la filosofía de la ciencia, consiste, además de poner en obra su dimensión descriptivo-normativa, en interpretar, y, por ello, en reconstruir y desmontar conceptualmente el que viene a ser el producto más característico de la ciencia: las teorías científicas.

4. La tarea de la filosofía de la ciencia es someter a análisis y evaluación los supuestos metodológicos, conceptos y principios que la actividad científica pone en marcha al momento de realizar su labor.

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                                                                       La Molina, 03 de febrero de 2016




[1] Cf. Aristóteles, Metafísica, Buenos Aires, Sudamericana, 1978 (traducción directa del griego, introducción, exposiciones sistemáticas e índices por Hernán Zucchi), p. 91.
[2] Sobre la Grecia Antigua, Cf. Thomas R. Martin, Ancient Greece: From Prehistoric to Hellenistic Times, New Haven y London, Yale University Press, 1996.
[3] Sobre el desarrollo del pensamiento griego del mito al logos, Cf. Wilhelm Nestle, Vom Mythos zum Logos, Aalen, Scientia Verlag, 1966; Richard Buxton (ed.), From Myth to Reason?: Studies in the Development of Greek Thought, Oxford, Oxford University Press, 1999.

[4] He aquí algunos pasajes en que Aristóteles se refiere a esta condición de la filosofía: "Hay una ciencia que estudia el ente en cuanto ente y las determinaciones que por sí le pertenecen. Esa ciencia no se identifica con ninguna de las ciencias particulares, pues ninguna de estas considera en su totalidad al ente en cuanto ente, sino que, después de haber deslindado alguna porción de él, estudia lo que le pertenece accidentalmente por sí a esa cosa (...)". (Aristóteles, Op. cit., p. 191). "La filosofía ha de tener tantas partes como hay ousías, de manera que será necesario que haya una filosofía primera a la que seguirán otras". (Ibíd., p. 193). "Dijimos que la ciencia primera estudia estas cosas en cuanto los sustratos son entes, y no en otro sentido. Por este motivo se debe colocar a la física y a las matemáticas como partes de la sabiduría". (Ibíd., p. 459).
[5] El carácter de ciencia que Platón atribuye a la dialéctica queda testificado por los siguientes pasajes de La república. En principio, Platón proporciona la idea que él se hace de la ciencia; dice: "Me parece que os formáis una idea singular de lo que yo llamo conocimiento de las cosas de lo a alto. (...) por lo que a mí hace, yo no puedo reconocer otra ciencia que haga mirar al alma a lo de arriba, que aquella que tiene por objeto lo que es y  lo que no se ve". (Platón. La república. Coloquios sobre la justicia, México, Editora Nacional, 1959, pp. 129-130). Luego, caracteriza la dialéctica de tal modo que es fácil advertir que ella es la ciencia a la que se ha referido: "No hay pues otro método que el dialéctico que camine por la vía de la ciencia, no valiéndose de las hipótesis sino para subir a un principio que le sirva de base; y, en realidad, es el que saca poco a poco el ojo del alma del cieno de la barbarie en que está sumergido, y le eleva a lo alto (...)". (Ibíd., p. 138). Y en el Filebo dirá: "(...) examino y me parece difícil conceder que alguna otra ciencia o arte se posesione de la verdad en mayor grado que esta". (citado por Rodolfo Agoglia, "La dialéctica platónica" en Parménides, Buenos Aires, Editora Inter-Americana, 1944, p. XXV).
[6] Sobre la filosofía del Renacimiento, cf. Charles Schmitt y Quentin Skinner (eds.) The Cambrige History of Renaissance Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 2000; Brian Copenhaver y Charles Schmitt, Renaissance Philosophy, Oxford, Oxford University Press, 1992.

[7] Nicolás Copérnico, De revolutionibus orbium coelestium, Núremberg, Petreium, 1543.

[8] Sobre la revolución copernicana, cf. Alexandre Koyré The Astronomical Revolution: Copernicus – Kepler – Borelli, Ítaca, Nueva York, Cornell University Press, 1973; Thomas Kuhn, The Copernican Revolution: Planetary Astronomy in the Development of Western Thought, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1957.
[9] Sobre Galileo, cf. Alexandre Koyré, Études galiléennes, París, Hermann, 1939.

[10] Cf. Galileo Galilei, Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y  copernicano,  Madrid, Alianza Editorial, 1995

[11] No pretendemos desconocer los cuestionamientos a que se enfrenta el posicionamiento del procedimiento inductivo dentro del marco metodológico de la ciencia. Es sabido que ya Karl Popper hubo de observar agudamente que este procedimiento metodológico no se halla justificado lógicamente, por lo que no resulta legítimo considerar que la ciencia formule generalizaciones a partir de dicho procedimiento. Sin embargo,  conviene señalar que, aun cuando la perspectiva asumida por Popper se ampara en argumentos convincentes y acaso contundentes, parece ser que, con todo, resulta harto complicado negar que, de hecho, el procedimiento inductivo es, en última instancia el método más acorde con los intereses de la ciencia. A este respecto, valdría la pena considerar la opinión de otro notable filósofo. Refiriéndose a esta cuestión, Bertrand Russell apunta: “Puede haber razones válidas para creer en la inducción, y en realidad, nadie puede dudar de ello; pero hay que convenir que, en teoría, la inducción sigue siendo un problema de lógica no resuelto. Como esta duda, sin embargo, afecta prácticamente al conjunto de nuestro conocimiento, debemos prescindir de ella, y dar por sentado pragmáticamente que el procedimiento inductivo, con la adecuada cautela, es admisible”. (Russell, Bertrand, La perspectiva científica, Madrid, Sarpe S. A., 1983, p. 73).
[12] Cf. René Descartes, Principia Philosophiae. Ámsterdam, Ludovicum Elzevirium, 1644.
[13] Al respecto Newton indica lo siguiente: "Dado que los antiguos (...) tuvieron en una máxima consideración la mecánica para investigar las cosas de la naturaleza, y los más modernos abandonaron las formas sustanciales y cualidades ocultas intentando reducir los fenómenos naturales a leyes matemáticas ha parecido oportuno en este tratado el cultivar la matemática como aquella parte que es más cercana a la filosofía" (Citado por Agazzi, Evandro, Temas y problemas de filosofía de la física, Barcelona, Herder, 1978, p. 37).

[14]A fin de arrojar algo de luz  que ayude al esclarecimiento del sentido que Newton le adjudica a este precepto metodológico de no inventar hipótesis, consignamos el pasaje que lo contiene: "En verdad no he conseguido todavía deducir, a partir de los fenómenos, las razones de esta propiedad que es la gravedad, y no hago ninguna hipótesis al respecto. Cualquier cosa no deducible de los fenómenos se llama hipótesis, y en la filosofía experimental no tienen ningún lugar las hipótesis, ya sean metafísicas, ya sean físicas, ya sean respecto a cualidades ocultas, ya sean mecánicas". (Citado por Agazzi, Evandro, Op. cit., p. 38). Es preciso acotar algo con respecto a esto. Evidentemente, el uso que hace Newton del término ‘hipótesis’ se encuentra reñido con aquel otro que asume actualmente. Pues es sabido que las hipótesis, tal como son consideradas en el actual contexto de la reflexión filosófica en torno a la ciencia, son elementos de suma importancia en la metodología y en la estructura de esta. Pues téngase presente que la ciencia, desde cierta perspectiva, es concebida nada menos que como un sistema hipotético-deductivo.  De modo que es necesario, a fin de comprender este contraste, no pasar por alto el contexto peculiar en que Newton emplea este término. Para ello, será de utilidad los alcances que sobre este punto contiene el artículo de Ulises Moulines "Fundamentos metodológicos de la filosofía natural de Issac Newton" en Exploraciones metacientíficas, Madrid, Alianza Editorial, 1982, pp. 262-277 (obra del mismo autor).

[15] Al referirse a este propósito, Kant emplea diversas expresiones. Así, recurre indistintamente a expresiones como «metafísica rigurosa», «futuro sistema de metafísica», «ciencia de la razón pura sistematizada»,  «sistema de todos los principios de la razón pura». (Cf. Kant, Immanuel, Crítica de la razón pura, Madrid, Santillana  S. A., 1994, pp. 30; 34; 58; 59).
[16] Cf. Jordan, Pascual, “Física y concepción del mundo” en La física del siglo XX, México, Fondo de Cultura Económica, 1953, pp. 127-148 (obra del mismo autor). Este texto, a través del sucinto enfoque que su autor, en su calidad de físico eminente, efectúa,  proporciona una idea del modo en que la visión determinista, propia del mecanicismo, sufrió su bancarrota, como consecuencia de la maduración del enfoque que formularon los físicos impulsores de lo que se conoce como mecánica cuántica.
[17] Cf. Hume, David, Investigación sobre el entendimiento humano,  México D. F., Ediciones Gernika S.A., 1994, p. 18.

[18] Cf. Auguste Comte, Cours de philosophie positive, París, Librairie Larousse, 1936.
[19] Sobre el Círculo de Viena y el positivism lógico, cf. A. J. Ayer (comp.), El positivismo lógico, Madrid, F.C.E., 1978;  P. Parrini, W. C. Salmon y M. H. Salmon (eds.) Logical Empiricism. Historical and Contemporary  Perspectives, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 2003.

[20] Cf. Moulines, C. Ulises, Op. cit., p. 42.
[21] Seguimos aquí el planteamiento de José Díez y Ulises Moulines. (Cf. Díez, José Ulises Moulines, Fundamentos de filosofía de la ciencia, Barcelona, Ariel S. A., 1997, pp. 19-25).

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