R&D USMP Report N° 3 Editado por la Oficina de Innovación y Desarrollo de la Facultad de Derecho Universidad de San Martín de Porres |
REFLEXIONES SOBRE CIENCIA Y FILOSOFÍA
Por: Óscar Augusto García zárate
Profesor
de Teoría del Conocimiento en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Martín de Porres
RESUMEN
El artículo tiene por objeto
poner de relieve, a partir de las diferencias que históricamente se han ido
manifestando entre ciencia y filosofía, las características que definen la
labor de cada uno de estos saberes. En relación con este proceso, se recalca la
trascendencia que reviste el nacimiento de la ciencia experimental en el siglo
XVII y el importante papel que la filosofía misma ha desempeñado en la marcha
de dicho proceso. Asimismo, se abordan de manera concisa cuestiones relativas a
la labor que cumple la filosofía de la ciencia en tanto disciplina orientada,
por una parte, a la explicitación de los presupuestos metodológicos de la
actividad que desarrolla la ciencia, y, por otra, al análisis conceptual de sus
productos, las teorías científicas.
Ciencia y filosofía son dos
saberes autónomos, pero entre los cuales existen relaciones que conforman un
espectro problemático y diverso. Este espectro de relaciones manifiesta
espacios de intersección, que dan lugar al surgimiento de motivos específicos
de problematización que en el terreno filosófico hallan, en definitiva, su
espacio natural si de lo que se trata es de someterlos a un proceso de examen
crítico y reconstrucción conceptual.
Palabras clave: Aristóteles, Galileo, Newton, Kant, ciencia,
filosofía, filosofía de la ciencia, metodología, teoría científica.
ABSTRACT
The
paper aims to give an account of the relationship between philosophy and science,
beginning from the historical differences between them. Regarding on this
relationship, it is emphasized that the rise of experimental science in 17th
Century as well as the principal role played by philosophy in this process. It
is also discussed briefly the proper function of philosophy of science, as much
as a discipline oriented to both issues concerning presuppositions in
scientific method and problems related to a conceptual analysis of scientific
theories.
Science
and Philosophy are autonomous knowledge, but there are several relations
between them such that they both display a problematic and diverse spectrum.
This one shows some intersections that make a proper room where arise specific
issues of problematization in philosophical arena, in which the last has its
natural place, if it we want to make it the subject of critical examination and
conceptual reconstruction.
Keywords:
Aristotle, Galileo, Newton, Kant, science, philosophy,
philosophy of
science, methodology,
scientific theory.
Introducción
Difícilmente se podría negar que el deseo de conocer,
además de pertenecer a la naturaleza humana
–tal y como lo enunciara Aristóteles en aquel célebre pasaje inicial de
la Metafísica[1]–, se encuentra a
la base tanto de la filosofía cuanto de la ciencia. Si, dejando de lado el
carácter evidentemente anacrónico de la siguiente suposición, nos situáramos
mentalmente en tiempos del Estagirita, advertiríamos que este aserto no tendría
ningún sentido, toda vez que en la Grecia clásica, hablar de ciencia y
filosofía como dos tipos de saber distintos no hubiera tenido sentido alguno.
Esta distinción –moneda corriente
entre nosotros– es de reciente data: su gestación se remonta «apenas» al siglo
XVII de nuestra era. Pues, en efecto, hasta antes de ese momento –tiempo aproximado en que la ciencia
experimental iniciara su despegue de la mano de Galileo–, el legado griego en
lo que se refiere a la concepción de la filosofía como la ciencia por
antonomasia, y, con esto, como veníamos señalando, la ausencia de una neta
distinción entre ciencia y filosofía constituía el marco natural dentro del
cual se desenvolvía la actividad intelectual de los pensadores de aquella
época.
A partir de esto, resulta claro, pues, que llevar a
término una aproximación a esta espinosa cuestión no resulta despojada de
interés, pues en la medida que se sepa algo acerca de la relación establecida entre ciencia y
filosofía una vez que estos saberes tomaron rumbos distintos, se sabrá también
que, sin embargo, y como ya quedó señalado, dicha separación no supone que no
haya puntos de contacto.
Ciencia
y filosofía en la grecia clásica
Sólo dos siglos aproximadamente bastaron para que
Grecia alumbrara las sorprendentes creaciones culturales que, luego,
delinearían en gran medida el curso que tomaría el desarrollo de la cultura
occidental. Muchos fueron los ámbitos en que los griegos legaron al mundo
aportes de considerable trascendencia. En los dominios del arte, de la matemática, de la astronomía y de la
política los logros alcanzados por los griegos significaron vislumbres geniales
que sentarían las bases de lo que después sería Occidente. Pero hay algo más,
que constituye la más alta expresión de la genialidad griega en medio de un
contexto histórico-cultural que por su carácter excepcional suele ser llamado
el «milagro» griego[2]. En efecto, las colonias
griegas del Asia Menor fueron el lugar donde, hace aproximadamente veintiséis
siglos, se inició un fenómeno cultural típicamente helénico: la filosofía.
Apenas hace falta decir el cambio que supuso el
florecimiento de esta nueva modalidad de pensamiento. Se trataba del
nacimiento, en efecto, de un novedoso afán por explicar la realidad, que
intentaba alejarse de las maneras en que lo hacía la religión oficial a través de su atractiva y cautivante
parafernalia mitológica[3]. Se
trataba por ello de ir más allá y tratar
de dar cuenta de aquello que constituía el principio de todas las cosas, es
decir, de explicar, procurando tomar como instrumento principal la razón, el
mundo y los fenómenos que lo conforman.
Desde Tales de Mileto y la escuela jónica, hasta
Empedócles, Anaxágoras y los atomistas, pasando por Pitágoras y sus seguidores,
Heráclito y los eleatas –y dejando de
lado, un poco, las características propias de cada una de estas corrientes de
pensamiento– el interés estuvo firmemente dirigido a despejar la incógnita que
representaba la existencia del mundo externo. Lo que buscaban estos primeros
filósofos era lo que en su idioma denominaron arjé, es decir, el principio. Se buscaba, así, el elemento
primordial, el origen de las cosas, el fundamento a partir del cual fuera
posible explicar la mutabilidad, el cambio, que el mundo del cual daban cuenta
los sentidos exhibía como una de sus características más notables, y, por
cierto, problemáticas. Dicho principio debería ser, pues, invariable y
permanente.
Aristóteles fue, además de un indiscutible genio
filosófico, el primer historiador de la filosofía. Él fue quien dio a conocer
el planteamiento de cada uno de los filósofos que lo antecedieron. En el libro alfa de
su Metafísica, el Estagirita
se dedica a examinar las respuestas que aquellos primeros pensadores formularon
frente al problema relativo al origen de la realidad. Para él, este problema
planteaba como propósito indagar acerca de las primeras causas y los primeros
principios. Es así como desde el inicio de la Metafísica Aristóteles se propondrá determinar cuáles son dichas
causas y principios, además de indagar acerca del tipo de sabiduría que deberá
ocuparse de su estudio. Luego de avanzar en las disquisiciones acerca de esta
cuestión, llegará a la conclusión de que es a la filosofía primera o ciencia
primera a la que le concierne un estudio tal.
Según la concepción aristotélica hablar de sabiduría,
filosofía primera o ciencia primera viene a ser una y la misma cosa. Bajo su
mirada, la ciencia es aquel saber que indaga acerca de las causas. E indagar
acerca de las causas no significa otra cosa que entrar en posesión del porqué
de aquello que se constituye como objeto de investigación. Según esto, la
física y la matemática también son consideradas ciencias, pero subordinadas al
saber supremo, es decir, a la filosofía primera.[4] Pues
ocurre que ésta al ocuparse del ente en tanto ente, y, por ello, de las
primeras causas y primeros principios se
sitúa en la cúspide jerárquica del saber.
Ya en Platón
–cuya doctrina, tal como lo hizo con aquéllas de los presocráticos, su
dilecto discípulo somete a un demoledor examen en la misma Metafísica– esta concepción de la filosofía como ciencia también
había tenido lugar. Éste no es el lugar para detenernos en un análisis más fino
de los rasgos que distinguen la doctrina platónica. Bastará decir, por ello,
que Platón considera que la dialéctica es el método filosófico por excelencia,
y por tanto, constituye una ciencia. La dialéctica, en la formulación
platónica, es el medio empleado por el filósofo para aprehender las formas
substanciales arquetípicas –a las que
Platón denominó ideas–, y, sobre todo, la idea del Bien.[5] Esta
aprehensión viene a constituir el grado máximo de conocimiento, denominado por
Platón noesis, es decir, una suerte
de intuición intelectual de aquello que es en sí, y, por tanto, no de lo que
deviene. Precisamente, la filosofía es una ciencia, y la ciencia suprema. Y lo
es porque es un ascender hacia el conocimiento del ser mismo, dejando de lado
las apariencias.
Lo común a estos primeros pensadores es una actitud de
menosprecio por la experiencia como fuente de verdadero saber. Por supuesto,
éste no es un reproche. Es natural que haya sido así, pues se trata de una
época en que la reflexión, con toda la genialidad que es dable atribuir a sus
primeros forjadores, se encontraba en un estado embrionario. Sería un anacronismo
pensar que constituyó una falta metodológica el que no hayan sabido distinguir
entre ciencia y filosofía, y, con esto, no haber podido reparar tanto en la
importancia del experimento al momento de arribar a generalizaciones acerca del
comportamiento de la naturaleza, cuanto en la imposibilidad de alcanzar un
conocimiento cabal, esencial e incontrovertible de la realidad a través de la
filosofía. Con esto, dicho sea de paso, de ningún modo queremos insinuar que,
por el contrario, sea posible alcanzar un conocimiento absoluto por medio de la
ciencia; simplemente deseamos hacer hincapié en aquella concepción primigenia
de que parten los griegos. Pues al desechar la experiencia como fuente de
verdadero conocimiento, los pensadores griegos ponían en marcha una de sus más
profundas convicciones: si bien la experiencia, en efecto, provee información
acerca de cómo son las cosas, de ningún modo, ofrece la razón de que ello sea
así, es decir, no acerca al hombre al porqué, a las causas últimas a partir de
las cuales sea posible explicar de manera definitiva su constitución esencial.
Y ellos, como sabemos, estaban interesados en constituir un saber que alcanzara
a desentrañar, con la sola razón el meollo último de la realidad, y, con ello, llegar hasta las causas y
principios últimos de la realidad. La filosofía, concebida como la ciencia
suprema, nace, precisamente, como fruto más acabado de esa aspiración.
La doctrina aristotélica viene a ser el culmen de esta
concepción clásica de la filosofía. Y fue tal la solidez que poseía, que la
autoridad de Aristóteles imperó aproximadamente durante dos mil años. No fue
sino hasta la Baja Edad Media –durante esa época de declinación del
pensamiento escolástico–, en que empieza a manifestarse ya un cierto interés
por el método experimental, y, concomitantemente, por las investigaciones
relativas a la naturaleza, robustecidas con el impulso que pensadores como
Telesio, Giordano Bruno y Campanella le dieron a aquella tendencia, y más aún
con el despliegue metodológico y programático que significó la obra de alguien
como Francis Bacon, al manifestar un dramático interés por el cambio de método
que debería operarse, a nivel investigativo, en el ámbito de los estudios de
los fenómenos naturales[6]. Esta
situación preparó las condiciones para el cambio de mentalidad que se
avecinaba.
El principio del fin se anunciaría con un astrónomo
polaco que produciría un cataclismo en los campos de la astronomía. Nicolás
Copérnico, en el siglo XVI, pondría en cuestión el sistema ptolomeico –que tomaba como referencia directa el
«plano» de los cielos confeccionado por Aristóteles– y prepararía el terreno
para que el giro radical que inauguraría el nacimiento de la ciencia moderna, y
que tuvo en Galileo a uno de sus más notables gestores, se produjera[7]. Es
en este punto en que la ciencia, asumida como un saber distinto de aquel
proclamado por la filosofía desde su creación en el mundo griego clásico,
inicia su recorrido, asumiendo ya la forma de lo que ahora denominamos ciencia
experimental[8].
Galileo y el amanecer de la ciencia moderna
El recurso a la experimentación como instrumento
apropiado para poner a prueba eventuales conjeturas sobre ciertos hechos fue
algo que los filósofos griegos pasaron por alto. Pero tal circunstancia es
explicable en la medida en que, aunque lo que se proponían era esclarecer los
enigmas que planteaba una realidad en permanente cambio, el verdadero propósito
que perseguían era encontrar la naturaleza del fundamento de todo aquello, pero
empleando exclusivamente la potencia racional. La explicación que se proponían
ofrecer había de ser elaborada sólo a partir de los heroicos esfuerzos de la
razón.
Aunque las respuestas variaron de Tales a Aristóteles,
pasando por las que proporcionaron
Sócrates y Platón –excepción
hecha de los sofistas; sus planteamientos supusieron un remezón del statu quo–, podría afirmarse que, en
todos ellos, tres aspectos destacan, en mayor o menor medida, en esa señalada
búsqueda del fundamento de lo real. Primero, se advierte el empeño de pensar en
qué consiste la naturaleza profunda de los entes, o, en otros términos, el afán
de aprehender su esencia. Segundo, está presente el esfuerzo racional en orden
a determinar las causas últimas que presiden el despliegue de la realidad como
un todo. Por último, se constata la presencia de una fuerte tendencia a
alcanzar los principios que proveen de un marco permanente a los fenómenos del
mundo, de modo que éstos puedan ser situados en una estructura armónica, y, por
eso mismo, racional. Y son, precisamente, estos tres aspectos los que pueden
ser encontrados en la metafísica aristotélica. Ésta –concebida, en realidad, como filosofía
primera– contempla como objetivos conocer las primeras causas y los primeros principios
que rigen la dinámica de lo existente, lo que supone la determinación de la
constitución última del ente en tanto ente y la investigación de sus cuatro
tipos de causas, además de la puesta en marcha de una indagación acerca de la
substancia divina, a la que se le atribuye la condición de primer motor –o motor inmóvil–, es decir, se la concibe
como el principio de todo lo existente.
Este esquema, que como se advierte, toma cuerpo de
forma más acabada en la doctrina metafísica aristotélica, es el que, a la
postre, determinará el arraigo de la concepción de la filosofía como ciencia
suprema, bajo la suposición que ésta era la ciencia que, a través de la razón,
posibilitaría un conocimiento como el que se proponía fundar Aristóteles. Pues,
en efecto, éste fue el rumbo transitado por la investigación
científico-filosófica nada menos que alrededor de dos mil años.
El siglo XVII marca el inicio de un cambio de
importancia crucial en el destino de Occidente, y aun de la civilización
mundial. En este momento de la historia se asiste al nacimiento de un nuevo
modo de acometer la investigación de la naturaleza. Le correspondió a Galileo
ser el encargado de iniciar el recorrido de este nuevo trecho que el
pensamiento humano se disponía a
emprender[9].
El aporte de Galileo que coadyuvaría a
la realización de este substancial cambio de enfoque se sustentaba en dos
asunciones de meridiana importancia. Por una parte, se encontraba presente el
convencimiento de que era necesario abandonar cualquier tipo de investigación
que pretendiera aprehender la esencia de los fenómenos. Por otra, se partía del
reconocimiento de que la investigación de la naturaleza, una vez que se ha
renunciado al iluso intento de captar las esencias, no podía dejar de ser un
saber limitado, lo que indicaba que éste de ningún modo podría llegar en algún
momento a constituirse en un conocimiento absoluto, infalible y definitivo[10].
Al lado de estos presupuestos, asimismo, se colocaban
dos componentes metodológicos que fueron incorporados merced a este cambio de
perspectiva. Uno de ellos consistió en la adopción de la inducción
experimental.[11] Este procedimiento estaba
encaminado
a recoger el testimonio de la experiencia y sobre esta base acudir al auxilio
de la experimentación, recreando los hechos que se consideraran relevantes,
para sólo después de esto arribar al establecimiento de una generalización
acerca del comportamiento de los fenómenos estudiados. Es fácil advertir el
agudo contraste que había entre esta novedosa metodología y el procedimiento
que, hasta antes de ese momento, se seguía según el modelo griego, y que
consistía en deducir presuntas verdades acerca de la naturaleza a partir de
ciertas premisas, asumidas sin mayor consideración de la experiencia. De modo
contrario a la actitud griega, el empleo de la inducción experimental como
método de la nueva ciencia que se estaba gestando, supuso la comprensión de que
sólo resulta legítimo el establecimiento de una generalización una vez que se
ha recurrido al ineludible expediente de efectuar la observación de los casos
particulares, y luego de haber recibido el sólido apoyo, una y otra vez, de
sucesivas comprobaciones experimentales.
El otro
componente que el nuevo espíritu que Galileo encarnaba puso en marcha fue el
empleo de las matemáticas en la elaboración de los datos proporcionados por la
experiencia. Se trataba de la irrupción de una nueva visión de la realidad;
ésta pasaba a ser considerada y ponderada desde una perspectiva cuantitativa.
Se daba expresión, así, a un enfoque diametralmente distinto de aquel otro de
naturaleza cualitativa, propio del esquema investigativo elaborado por
Aristóteles. Mientras que el discípulo de Platón había articulado su
investigación a partir de cualidades y esencias; de lugares y movimientos
naturales; de conceptos como los de acto y potencia; de principios y motores
inmóviles; en fin, de causas finales y eficientes, tanto como materiales y
formales, Galileo operó una vuelta de tuerca al asunto introduciendo un
conjunto de conceptos no sólo novedosos, sino, sobre todo, sumamente útiles en
la medida en que expresaban relaciones cuantitativas, es decir, medidas que se
vinculaban entre sí a través de fórmulas matemáticas.
No debe pensarse, sin embargo, que el nacimiento de
esta nueva mentalidad en lo que respecta a la investigación de la naturaleza
hubo de cancelar de una vez y para siempre la pretensión de alcanzar un
conocimiento certero y pleno de la realidad, empleando como medio la filosofía.
Precisamente, un contemporáneo de Galileo, René Descartes, expresa la tendencia
a postular a la filosofía como un saber paradigmático: aquel tipo privilegiado
de saber que permitiría al hombre llegar a conocer certezas, esto es, verdades
indubitables aprehendidas a través de una intuición de tipo intelectual, que
vendrían a constituir los cimientos sobre los cuales todo el conocimiento
humano debía erigirse.
Descartes estimaba que la realidad se componía de dos
tipos de substancia. Denominó res extensa
al ámbito de los entes naturales y res
cogitans al total de las substancias espirituales. Redujo la materia, según
esto, a extensión y movimiento, y pensó que todas las propiedades de los entes
naturales deberían deducirse a partir de aquellas propiedades primarias.
Descartes proyectaba constituir un saber universal bajo la forma de la
geometría. En virtud de esta presunción, todas las propiedades de la naturaleza
serían susceptibles de ser explicadas según el modelo deductivo, toda vez que,
según creía, resultaban ser analizables bajo la forma de simples
transformaciones, en última instancia, de extensión y movimiento[12].
Galileo y Descartes representan de modo ejemplar esta
incipiente separación histórica entre ciencia y filosofía. Galileo es la figura
emblemática de la ciencia experimental. Es el personaje que representa el
espíritu moderno que anima el brote de la nueva ciencia. En él, como ya lo
dijéramos, se manifiesta el imperativo de buscar, no esencias, sino regularidades presentes en la
naturaleza. Y, asimismo, en él cristaliza
la convicción de que estas regularidades son susceptibles de ser expresadas
cuantitativamente. Descartes, por su parte, es considerado como el pensador que
promueve el giro gnoseológico en filosofía, y, con esto, marca el inicio de la
modernidad en el contexto de la reflexión filosófica. Por ello, cabe considerar
esta separación como un fenómeno típicamente moderno. Mientras que la ciencia
dirige su mirada a la naturaleza de modo abierto y decidido, la filosofía se
replegará y tratará de encontrar el fundamento de lo real en el hombre mismo.
Éste es el sentido, cuando menos, que la reflexión cartesiana entraña.
La filosofía como saber no científico y la ciencia como saber no
filosófico
La consolidación del método experimental se produce
con quien, usualmente, es considerado el padre de la física moderna, Isaac
Newton. Si bien es cierto, –tal como lo hemos hecho notar– Galileo inaugura lo que cabría denominar la
«vía» experimental en el conocimiento de los fenómenos de la naturaleza, es
Newton el científico que
–contando ya con un medio favorable para desenvolver sus pesquisas, a
diferencia de Galileo–, inicia lo que vendría a ser una primera gran síntesis,
al reunir bajo los alcances de una misma ley las otras leyes descubiertas por
Galileo Galilei y Johannes Kepler. El conjunto de las investigaciones llevadas
a término por Newton conforma el sistema de conocimientos que hoy se denomina
física clásica, y lo que en aquellos tiempos recibía el nombre de filosofía
natural. De hecho, la obra que Newton publica para dar a conocer el
conocimiento alcanzado a través de sus investigaciones, y que culminarían en la
formulación de la teoría de la gravitación universal, lleva por título Philosophiae Naturalis Principia Mathematica,
cuya traducción es Principios matemáticos
de la filosofía natural.
Es de notar, por lo antes señalado, que Newton
conserva el uso del término “filosofía” como sinónimo de ciencia. Esto podría
conducir, en un primer momento, a la sospecha de que aquella separación de
cometidos que siguió al cambio de perspectiva operado en virtud del «giro galileano»,
no fue tal, o que, al menos, no trajo consigo reales cambios substanciales en
lo que respecta a la concepción de la filosofía. Pero la razón del uso que hace
Newton, más bien, da cuenta de la conciencia del contraste que en esos tiempos
se percibía en relación con la labor de la ciencia y de la filosofía.
La percepción de dicho contraste, en el caso de
Newton, viene dado por la circunstancia de que el científico inglés enfatiza
que la suya es una filosofía experimental, esto es, se trata de un saber
investigativo, pero dirigido de manera directa al estudio de los fenómenos a
través de la comprobación empírica. A más de esto, deja bien establecida su
convicción de que las matemáticas son las ciencias que más se acercan al ideal
perseguido por la filosofía[13]. Es
célebre, por lo demás, el aserto aquel en que Newton afirma de manera rotunda
que él no «inventa hipótesis» (hypotheses
non fingo, escribió en un pasaje de los
Principia).[14] Con esta negativa a
recurrir a hipótesis, expresaba su resistencia a aceptar cualquier tipo de
explicación que no estuviera adecuadamente respaldada por la prueba
experimental. De esta manera, pues, queda precisado el punto exacto en que
Newton hace constar la distancia que él
asume respecto de la investigación típicamente filosófica, es decir, de
raigambre metafísica. Asimismo, a través de esta actitud se observa que ya se
perfila lo que luego, de manera más tajante, asumirá en Kant la forma de la
dicotomía entre metafísica dogmática y física o ciencia natural.
Y es, en efecto, con Kant con quien se manifiesta de
manera más clara esta distinción moderna entre ciencia y filosofía. Aun cuando
insista en el empeño de elaborar una ciencia de los principios puros a priori, a la que concibe como una
filosofía trascendental,[15] lo
cierto es que en la Crítica de la razón pura ya se encuentran delimitados con bastante
precisión los linderos que corresponden a la ciencia natural, que están dados por aquellos en que tienen
lugar los fenómenos, a los cuales se accede exclusivamente a través de la
experiencia, y el campo de acción en que se despliega la reflexión filosófica,
concebida por Kant no como la depositaria de conocimientos positivos
provenientes de la experiencia, sino como el receptáculo de los principios
puros a priori, que son independientes de la
experiencia, pero que la posibilitan, y a los que la misma razón ha llegado a
través de la crítica depuradora a que ella misma se ha sometido, y que, por lo
demás, es la obra que Kant se precia de haber llevado adelante.
Más allá de haber estimado viable la construcción de
una filosofía «científica», en tanto saber conformado por los fundamentos
posibilitadores de todo el conocimiento humano, lo relevante en Kant es la
separación que efectúa, desde una posición filosófica, entre ciencia –específicamente, física– y filosofía
–específicamente, metafísica dogmática. Según el filósofo alemán, no
constituye papel de la filosofía dirigir sus esfuerzos a la captación de
conocimientos esenciales y absolutos sobre la realidad, pues un proceder
tal ha de desembocar –como, efectivamente, Kant lo había
constatado– en la creación de una
superfetación de contornos fantasmagóricos: la metafísica dogmática. Por el
contrario, él se encontraba persuadido de que la ciencia –la ciencia físico-matemático de Newton–
era el modelo de conocimiento por lo que hace a la investigación de la
naturaleza.
Aunque, ciertamente, ni por asomo Kant se propone
colocar a la filosofía en el lugar de un saber subsidiario o presentarla como
una disciplina menor en relación con la ciencia física, no hay duda de que su
penetrante agudeza intelectual le permitió entrever que era inevitable aceptar
que ambos saberes poseían, digamos, un estatuto epistemológico disímil. Con
este reconocimiento, la concepción de la filosofía como un saber no científico,
asumiendo el término científico en el sentido en que se lo predica, pongamos
por caso, de tipos de conocimiento como la física, la química o la
biología, marchaba ya a paso seguro.
Sin embargo, el resurgimiento del mecanicismo, en el
siglo XIX, supuso la instauración de la idea acerca de que la ciencia podía
aspirar a convertirse en una concepción absoluta e incontrovertible de la
realidad. Con una actitud de este tipo, la renuncia a buscar un conocimiento
esencial de la naturaleza y el reconocimiento de que el acceso investigativo a
ésta mostraba límites siempre, poco a poco se iban convirtiendo en dos
presupuestos arrumbados a modo de trastos viejos. Los sorprendentes avances
conseguidos en el campo de la mecánica, que era la parte de la física que había
logrado un notable desarrollo hasta esa época, fue una de las principales
razones que desataron el entusiasmo que se encontraba a la base de la
pretensión de conseguir un conocimiento científico de la realidad que poseyera
características análogas a aquellas otras que definían, desde sus inicios, a la
filosofía, y en virtud de las cuales ésta se proclamaba depositaria de un
conocimiento esencial de la realidad.
Una aspiración de ese tipo sólo pudo ser abandonada tras el efecto de los
desconcertantes descubrimientos que a finales del siglo XIX e inicios del XX se
produjeron. No es éste el lugar para explayarse sobre este punto. Será
suficiente señalar que las investigaciones realizadas en el ámbito de la
mecánica cuántica, por ejemplo, significaron un duro golpe a la confianza que
el mecanicismo había alimentado en lo que respecta a la viabilidad de un
conocimiento absoluto y esencial de la realidad.[16]
Salir de este trance significaría, finalmente, arribar a la conclusión de que
la ciencia, por ser un conocimiento restringido sólo a determinadas áreas, no
podía aspirar a alcanzar un conocimiento cabal e incontrovertible de la
realidad como un todo. Presunción ésta que conduce directamente a concebir a la
ciencia, justamente, como un saber no filosófico.
Filosofía, ciencia y filosofía de la ciencia
De hecho, la revolución
científica proporcionó abundante material y motivos de problematización para
que algunos pensadores –científicos o
no– convirtieran en objeto de su reflexión la novísima ciencia experimental y
los asuntos vinculados a ésta: su naturaleza, sus fines y posibilidades, sus
limitaciones y su método. Uno de los primeros
pasos en esa dirección, como es sabido,
fue dado por Francis Bacon en Inglaterra. La irrupción de la nueva mentalidad
en que se apoyaba la ciencia experimental, que contaba a su favor con el
abrumador testimonio que de su éxito
daban los sorprendentes avances que ésta conseguía, y que acarreó el consecuente derrumbe de la
concepción clásica que no distinguía entre ciencia y filosofía, fue, muy
probablemente, el factor que favoreció el repliegue subjetivo que efectuara la
filosofía, a fin de examinar la capacidad racional del ser humano en relación
con la aprehensión del conocimiento. No es un azar, por ello, que la modernidad
se haya iniciado en el campo de la filosofía con un giro de carácter
gnoseológico. En Francia, Descartes, –pensador al que se considera el emblema
del giro gnoseológico operado en filosofía–
manifiesta pronto como propósito
fundar un saber de tipo filosófico que tuviera como modelo a la geometría.
Pensaba que a partir del establecimiento de ciertas verdades evidentes,
extraídas del propio sujeto cognoscente, se podría deducir casi de manera
automática todo el conocimiento humano.
La preocupación gnoseológica también se hace patente
en el caso de las investigaciones llevadas
a cabo por los filósofos empiristas anglosajones. John Locke, David Hume
y George Berkeley, en efecto, se encontraban interesados en llegar a determinar
con precisión la naturaleza del conocimiento humano; y esto, aun cuando no
remitieran a la razón el origen de tal conocimiento, sino a la experiencia. En
el caso de Hume, su propuesta contempla la prosecución de un objetivo muy
claro, a saber, el establecimiento de una filosofía moral, o sea, una ciencia
que determine las peculiaridades esenciales de la naturaleza humana. Al
referirse a este propósito, Hume expresa su convencimiento de que ha llegado la
hora de intentar obtener en este terreno el mismo grado de certeza obtenido por
la denominada filosofía natural, vale decir, la ciencia físico-matemática, en
el estudio de los fenómenos naturales.[17]
Kant, por su
parte, y como ya hemos visto, en virtud de su «giro copernicano» creyó posible
dar culminación a la tarea emprendida antes que él, y sometiendo a la razón a
una pesquisa crítica de naturaleza trascendental, procedió a aislar los
presuntos elementos que conformarían la estructura cognoscitiva humana, los
cuales en su condición de elementos a
priori constituían las condiciones de posibilidad del conocimiento.
Pretendía haber superado de este modo el entrampamiento a que se había llegado
como producto directo de las aporías provocadas por la disputa entre el
empirismo escéptico y el racionalismo metafísico dogmático.
Es Kant, asimismo, quien a través de su obra da un
notable impulso a la reflexión metateórica en torno a la ciencia. Ya veremos un
poco más adelante a qué nos referimos cuando empleamos esta expresión. Por el
momento sólo diremos que su doctrina es uno de las muestras más acabadas que
pueden ejemplificar, en esta etapa que podríamos denominar preparatoria para el
advenimiento de la filosofía de la ciencia, lo que es un modelo interpretativo
de la ciencia.
Luego del desvarío romántico que se proponía edificar un sistema metafísico omniabarcador,
concebido como un sistema de conocimiento en el que la ciencia era un simple
eslabón más del desarrollo de la Idea
–al menos vista así la cosa en la particular formulación de Hegel–, se
asiste a un retorno a la reflexión filosófica sobre la ciencia. De esta manera,
Auguste Comte, padre del positivismo, se aboca, entre otras cosas a delinear un
esquema jerárquico de todas las disciplinas científicas de su tiempo,
deteniéndose en una exposición de naturaleza sincrónica y, a la vez, diacrónica[18]. Un
poco más tarde, a finales del siglo XIX e inicios del XX, se produce la célebre
«vuelta» a Kant. Los llamados neokantianos intentarán, apelando a los
presupuestos trascendentales del filósofo de Königsberg elaborar
interpretaciones de las estructuras científicas, manifestando, así, el interés
por las reconstrucciones conceptuales, que, de esta forma, otorgaba primacía a
la dimensión interpretativa de la reflexión filosófica sobre la ciencia. Más
adelante especificaremos el sentido que posee esta dimensión interpretativa de
la filosofía de la ciencia.
Éste es el trasfondo temático sobre el cual se
constituye la filosofía de la ciencia como disciplina autónoma dentro de la
actividad filosófica misma y tal y como la conocemos actualmente. Pero hay,
además, otro elemento que posee importancia fundamental en la conformación de
este panorama. Nos estamos refiriendo al perfeccionamiento de los
procedimientos de análisis en el ámbito de la lógica, merced a la introducción
de elementos procedentes de las matemáticas. Así, la creación de la lógica
simbólica, y básicamente, del vuelco que significaron los aportes dados por
Gottlob Frege, Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, entre otros notables
pensadores, a partir del último tercio del siglo XIX, determinaron el
surgimiento de las condiciones necesarias para que la filosofía de la ciencia
se consolide.
Sin duda, un referente obligado en lo que respecta a
este proceso de maduración se encuentra en las investigaciones desarrolladas
por el legendario Círculo de Viena. Dejando de lado los excesos cientificistas
en que incurrieron los neopositivistas, la idea acerca de que la filosofía ha
de ser desenvuelta tan solo como una actividad, incorporando para ello el
instrumental teórico proporcionado por la lógica simbólica, haciendo a un lado
con esto el empeño secular de constituir una supuesta doctrina, es una idea que
aún hoy posee cierto atractivo para algunos. Por mucho que el grueso de los
conceptos y temas que esta sociedad de
trabajo lanzó al ruedo del debate filosófico hayan perdido ya vigencia, el caso
es que el Círculo cumplió un papel de primer orden en el desarrollo de esta
disciplina al poner sobre el tapete temas y conceptos de medular importancia
para el desarrollo ulterior de la epistemología, tales como el principio de
verificación, el solipsismo metodológico, el lenguaje fisicalista, los
enunciados protocolarios, el fenomenalismo, el sintactismo, y demás[19].
Habiéndonos ocupado concisamente de los principales
hitos que jalonan el proceso histórico que siguió nuestra disciplina desde sus
primeros atisbos hasta su consolidación
como un quehacer teórico con un adecuado nivel de abstracción y de
articulación sistemática, toca ahora pasar a considerar algunos aspectos relacionados
con la labor que le concierne desarrollar como disciplina de segundo orden.
Diremos, para comenzar, que la tarea de la filosofía
de la ciencia es someter a análisis y evaluación los supuestos metodológicos,
conceptos y principios que la actividad científica pone en marcha al momento de
realizar su labor. En la medida en que su objeto de estudio es otro saber –la
ciencia–, la filosofía de la ciencia es, como dijimos en algún momento, una
reflexión metateórica, es decir, un saber de segundo orden. Por esto es por lo
que, del mismo modo, se suele decir
que esta disciplina es una teorización
sobre teorizaciones.[20]
En el desarrollo de esta labor, son tres las
dimensiones que es posible señalar: una dimensión normativa, una descriptiva, y
otra interpretativa.[21]
La filosofía de la ciencia en su papel de disciplina
con una dimensión descriptiva explicita las reglas que el científico sigue en
el curso de la actividad científica. Pero, al mismo tiempo, al exhibir el
procedimiento en cuestión, en buena cuenta, lo que hace es establecer cuál es
el modo más adecuado y funcional de seguir dichas normas, pues es ése, y no
otro, el que, de hecho, sigue el científico. De ahí que sea admisible hablar de
la presencia también, y de manera paralela, de una dimensión prescriptiva.
Además de esta dimensión, que por lo dicho ahora cabría llamar descriptivo-normativa, hay otra de carácter
interpretativo. Esta dimensión se expresa en el análisis y reconstrucción de
las teorías científicas que la filosofía de la ciencia emprende. Mientras que
desplegando su dimensión descriptivo-normativa, la filosofía de la ciencia se
aboca a la explicitación metateórica de las prácticas metodológicas –léase contrastación, medición, experimentación,
etc–, su objeto de problematización en tanto poseedora de una dimensión
interpretativa lo constituyen las entidades que la ciencia emplea para llevar
adelante su labor, esto es, los constructos científicos, tales como conceptos,
leyes y teorías.
En su faceta interpretativa, y como venimos diciendo,
la filosofía de la ciencia construye modelos interpretativos correspondientes a
los constructos científicos, los cuales vienen a adoptar la forma de marcos
teóricos constituidos sobre la base de conceptos específicos que poseen un alto
nivel de abstracción, y que se proponen hacer inteligibles –propósito facilitado, precisamente, por esta
reconstrucción conceptual– algunos
sectores clave de la armazón teórica de la ciencia.
Como se sospechará, hay diversos modelos de
interpretación, según se trate de esta o de aquella corriente o escuela, o de
este o aquel sistema filosófico. Su aceptación no se produce como producto de
establecer o explicitar normas metodológicas determinadas, o luego de reflejar
y hacer evidente algún supuesto «hecho puro» en torno a constructos
científicos. La aceptabilidad de un modelo de interpretación o metateoría
depende de lo que podría denominarse su relevancia explicativa, es decir, del
grado de plausibilidad y coherencia en virtud de las cuales facilita la
comprensión de aspectos esenciales de una estructura teórica científica.
Así, pues, la dimensión interpretativa de una
actividad teórica de segundo orden, como lo es la filosofía de la ciencia,
supone la construcción de teorías acerca de las teorías y demás constructos de
la ciencia. Y, téngase esto presente, teorizar es conceptualizar o reconstruir;
vale decir, interpretar cierto material de estudio en el contexto de un
determinado marco conceptual o teoría. Teorizar, pues, no es ni explicitar
normas ni registrar hechos, procedimientos ambos pertenecientes al plano
descriptivo-normativo de la ciencia.
CONCLUSIONES
1. El proceso histórico que llevó a entrever las
diferencias entre ciencia y filosofía pone de relieve la peculiaridad de sus
respectivas perspectivas, modelada cada una de ellas por los objetivos propios
que guían la labor de cada uno de estos ámbitos del saber.
2. Esta separación histórica de ningún modo supuso un
alejamiento radical y excluyente, sino una provechosa demarcación de esferas
que, aunque difícil aún de precisar con total exactitud, nos permite acercarnos
a la comprensión de que, en el caso de la ciencia, no es necesario aspirar a la
conformación de un saber absoluto e incontrovertible para perseverar en el
intento de comprender la realidad.
3. Y en el caso de la filosofía, nos es dado advertir
que es factible convertirla en una disciplina que, más allá de inquirir acerca
del fundamento último de la realidad, se aboque a desarrollar una reflexión
que, como ocurre con la filosofía de la ciencia, consiste, además de poner en
obra su dimensión descriptivo-normativa, en interpretar, y, por ello, en
reconstruir y desmontar conceptualmente el que viene a ser el producto más
característico de la ciencia: las teorías científicas.
4. La tarea de la filosofía de la ciencia es someter a
análisis y evaluación los supuestos metodológicos, conceptos y principios que
la actividad científica pone en marcha al momento de realizar su labor.
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Molina, 03 de febrero de 2016
[1] Cf. Aristóteles, Metafísica,
Buenos Aires, Sudamericana, 1978 (traducción directa del griego, introducción,
exposiciones sistemáticas e índices por Hernán Zucchi), p. 91.
[2] Sobre la Grecia Antigua, Cf. Thomas R. Martin, Ancient Greece: From
Prehistoric to Hellenistic Times, New Haven y London, Yale University
Press, 1996.
[3] Sobre el desarrollo del pensamiento
griego del mito al logos, Cf. Wilhelm Nestle, Vom Mythos zum Logos, Aalen, Scientia Verlag, 1966; Richard
Buxton (ed.), From Myth to Reason?:
Studies in the Development of Greek Thought, Oxford, Oxford University
Press, 1999.
[4] He aquí algunos pasajes en que Aristóteles se
refiere a esta condición de la filosofía: "Hay una
ciencia que estudia el ente en cuanto ente y las determinaciones que por sí le
pertenecen. Esa ciencia no se identifica con ninguna de las ciencias
particulares, pues ninguna de estas considera en su totalidad al ente en cuanto
ente, sino que, después de haber deslindado alguna porción de él, estudia lo
que le pertenece accidentalmente por sí a esa cosa (...)". (Aristóteles, Op.
cit., p. 191).
"La filosofía ha de tener tantas partes como hay ousías, de manera que será necesario que haya una filosofía primera
a la que seguirán otras". (Ibíd., p. 193). "Dijimos que la ciencia
primera estudia estas cosas en cuanto los sustratos son entes, y no en otro
sentido. Por este motivo se debe colocar a la física y a las matemáticas como
partes de la sabiduría". (Ibíd., p. 459).
[5] El carácter de ciencia que Platón atribuye a la dialéctica queda
testificado por los siguientes pasajes de La
república. En principio, Platón
proporciona la idea que él se hace de la ciencia; dice: "Me parece que os
formáis una idea singular de lo que yo llamo conocimiento de las cosas de lo a
alto. (...) por lo que a mí hace, yo no puedo reconocer otra ciencia que haga
mirar al alma a lo de arriba, que aquella que tiene por objeto lo que es y lo que no se ve". (Platón. La república. Coloquios sobre la justicia,
México, Editora Nacional, 1959, pp. 129-130). Luego, caracteriza la dialéctica
de tal modo que es fácil advertir que ella es la ciencia a la que se ha
referido: "No hay pues otro método que el dialéctico que camine por la vía
de la ciencia, no valiéndose de las hipótesis sino para subir a un principio
que le sirva de base; y, en realidad, es el que saca poco a poco el ojo del
alma del cieno de la barbarie en que está sumergido, y le eleva a lo alto
(...)". (Ibíd., p. 138). Y en el Filebo
dirá: "(...) examino y me parece difícil conceder que alguna otra ciencia
o arte se posesione de la verdad en mayor grado que esta". (citado por
Rodolfo Agoglia, "La dialéctica platónica" en Parménides, Buenos Aires, Editora Inter-Americana, 1944, p. XXV).
[6] Sobre la filosofía del Renacimiento, cf. Charles Schmitt y Quentin
Skinner (eds.) The Cambrige History of Renaissance Philosophy, Cambridge, Cambridge University
Press, 2000; Brian Copenhaver y Charles Schmitt, Renaissance Philosophy, Oxford, Oxford University Press, 1992.
[8] Sobre la revolución copernicana, cf. Alexandre Koyré The Astronomical Revolution:
Copernicus – Kepler – Borelli, Ítaca, Nueva York, Cornell University Press,
1973; Thomas Kuhn, The Copernican Revolution: Planetary Astronomy in the
Development of Western Thought, Cambridge, Massachusetts, Harvard
University Press, 1957.
[10] Cf. Galileo Galilei, Diálogo sobre
los dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano, Madrid, Alianza Editorial, 1995
[11] No pretendemos desconocer los cuestionamientos a que se enfrenta el
posicionamiento del procedimiento inductivo dentro del marco metodológico de la
ciencia. Es sabido que ya Karl Popper hubo de observar agudamente que este
procedimiento metodológico no se halla justificado lógicamente, por lo que no
resulta legítimo considerar que la ciencia formule generalizaciones a partir de
dicho procedimiento. Sin embargo, conviene señalar que, aun cuando la perspectiva
asumida por Popper se ampara en argumentos convincentes y acaso contundentes,
parece ser que, con todo, resulta harto complicado negar que, de hecho, el procedimiento inductivo es,
en última instancia el método más acorde con los intereses de la ciencia. A
este respecto, valdría la pena considerar la opinión de otro notable filósofo.
Refiriéndose a esta cuestión, Bertrand Russell apunta: “Puede haber razones
válidas para creer en la inducción, y en realidad, nadie puede dudar de ello;
pero hay que convenir que, en teoría, la inducción sigue siendo un problema de
lógica no resuelto. Como esta duda, sin embargo, afecta prácticamente al
conjunto de nuestro conocimiento, debemos prescindir de ella, y dar por sentado
pragmáticamente que el procedimiento inductivo, con la adecuada cautela, es
admisible”. (Russell, Bertrand, La
perspectiva científica, Madrid, Sarpe S. A., 1983, p. 73).
[13] Al respecto Newton indica lo siguiente: "Dado que los antiguos
(...) tuvieron en una máxima consideración la mecánica para investigar las
cosas de la naturaleza, y los más modernos abandonaron las formas sustanciales
y cualidades ocultas intentando reducir los fenómenos naturales a leyes matemáticas
ha parecido oportuno en este tratado el cultivar la matemática como aquella
parte que es más cercana a la filosofía" (Citado por Agazzi, Evandro, Temas y problemas de filosofía de la física,
Barcelona, Herder, 1978, p. 37).
[14]A fin de arrojar algo de luz que
ayude al esclarecimiento del sentido que Newton le adjudica a este precepto
metodológico de no inventar hipótesis, consignamos el pasaje que lo contiene:
"En verdad no he conseguido todavía deducir, a partir de los fenómenos,
las razones de esta propiedad que es la gravedad, y no hago ninguna hipótesis
al respecto. Cualquier cosa no deducible de los fenómenos se llama hipótesis, y
en la filosofía experimental no tienen ningún lugar las hipótesis, ya sean
metafísicas, ya sean físicas, ya sean respecto a cualidades ocultas, ya sean
mecánicas". (Citado por Agazzi, Evandro, Op. cit., p. 38). Es preciso
acotar algo con respecto a esto. Evidentemente, el uso que hace Newton del
término ‘hipótesis’ se encuentra reñido con aquel otro que asume actualmente. Pues
es sabido que las hipótesis, tal como son consideradas en el actual contexto de
la reflexión filosófica en torno a la ciencia, son elementos de suma
importancia en la metodología y en la estructura de esta. Pues téngase presente
que la ciencia, desde cierta perspectiva, es concebida nada menos que como un
sistema hipotético-deductivo. De modo
que es necesario, a fin de comprender este contraste, no pasar por alto el
contexto peculiar en que Newton emplea este término. Para ello, será de
utilidad los alcances que sobre este punto contiene el artículo de Ulises
Moulines "Fundamentos metodológicos de la filosofía natural de Issac
Newton" en Exploraciones
metacientíficas, Madrid, Alianza Editorial, 1982, pp. 262-277 (obra del
mismo autor).
[15] Al referirse a este propósito, Kant emplea diversas expresiones. Así,
recurre indistintamente a expresiones como «metafísica rigurosa», «futuro
sistema de metafísica», «ciencia de la razón pura sistematizada», «sistema de todos los principios de la razón
pura». (Cf. Kant, Immanuel, Crítica de la
razón pura, Madrid, Santillana S.
A., 1994, pp. 30; 34; 58; 59).
[16] Cf. Jordan, Pascual, “Física y concepción del mundo” en La física del siglo XX, México, Fondo de
Cultura Económica, 1953, pp. 127-148 (obra del mismo autor). Este texto, a
través del sucinto enfoque que su autor, en su calidad de físico eminente,
efectúa, proporciona una idea del modo
en que la visión determinista, propia del mecanicismo, sufrió su bancarrota,
como consecuencia de la maduración del enfoque que formularon los físicos
impulsores de lo que se conoce como mecánica cuántica.
[17] Cf. Hume, David, Investigación
sobre el entendimiento humano, México D. F., Ediciones Gernika S.A., 1994, p.
18.
[19] Sobre el Círculo de Viena y el positivism lógico, cf. A. J. Ayer (comp.), El
positivismo lógico, Madrid, F.C.E., 1978;
P. Parrini, W. C. Salmon y M. H. Salmon (eds.)
Logical Empiricism. Historical and Contemporary
Perspectives, Pittsburgh, University of Pittsburgh
Press, 2003.
[20] Cf. Moulines, C. Ulises, Op. cit.,
p. 42.
[21] Seguimos aquí el planteamiento de José Díez y Ulises Moulines. (Cf.
Díez, José Ulises Moulines, Fundamentos
de filosofía de la ciencia, Barcelona, Ariel S. A., 1997, pp. 19-25).
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